La polvareda que levantan las camionetas escolares tapa los extensos cultivos de arroz y soja que bordean el camino de tierra. Trasladan todos los días a 56 chiquilines de entre 12 y 16 años, hijos de quienes dejan el lomo en esas tierras. Cuando los motores se escuchan en la estancia Santa Ana, comienza la jornada. Los ruidos de la naturaleza se mezclan con las risas y el bullicio de los adolescentes. Se los ve paseando, conversando, abrazados y ensimismados en sus celulares. Todo a su ritmo, porque “las horas pasan más lento que en la ciudad”, aclara Camila, estudiante de primer año. Sin embargo, el viernes 13 de marzo fue un día agitado. Además de la diaria, visitaron la estancia autoridades de la Administración Nacional de Educación Pública y de la Universidad del Trabajo del Uruguay (UTU). Pero a los chiquilines no se los ve muy alterados. El proyecto educativo comunitario Santa Ana se formó en 2013 y está ubicado
en Rincón de Ramírez, en la tercera sección del departamento de Treinta y Tres, cerca del límite con Cerro Largo. El predio cuenta con unas 2.500 hectáreas, que son atravesadas por el serpenteante río Tacuarí. En un medio en el que se visualiza el horizonte y la naturaleza cumple un rol formativo, se ofrece ciclo básico rural extendido, con clases de lunes a viernes de 9.00 a 17.00, y los sábados de 8.00 a 13.00. 80% de los alumnos son del medio rural; el resto, de las ciudades próximas de Río Branco (Cerro Largo) y Vergara (Treinta y Tres). Hijos de peones rurales, pero, sobre todo, hijos de trabajadores de las arroceras.
Más allá de todos los sacrificios que hacen para estudiar, estos jóvenes no faltan casi nunca, y siempre llevan los deberes a clase. “Si no pueden hacer las tareas en casa, se preocupan; te dicen que no tienen internet en su casa y piden para prender la computadora en el recreo”, agrega Sonia. Si bien los “limita mucho el tiempo y lo económico”, los docentes también valoran la experiencia. Según la profesora, muchos chicos no llevan comida a la estancia, “porque no tienen”. Por eso, en varias oportunidades, los profesores han comprado alimentos con dinero de su propio bolsillo, además de uniformes o abrigos en invierno. Por si fuera poco, todos los años un grupo de docentes visita las casas de los niños de la zona que están terminando sexto de escuela, para contarles sobre esta experiencia y mostrarles que “Santa Ana tiene las puertas abiertas para ellos”. De esta forma, se acercan más a la realidad de cada niño, porque “la madre no te va a decir: ‘Mire, yo tengo siete hijos y a veces no tengo para darles de comer’”, asegura la profesora. Sonia destaca la importancia de que los docentes salgan de la ciudad: “Si no hay profesionales que se sumen a este tipo de proyectos, los chiquilines no tienen la posibilidad de hacer un ciclo básico de ninguna manera”
Texto Florencia Pagola